Una como ser humano debe, de tanto en tanto, sincerarse y confesar que anidan en su mente, o en ocasiones les da lugar, a ciertos pensamientos que no son del todo congruentes con lo que una misma piensa de sí y profesa.
Esas cosas suelen ocurrirnos en la más absoluta intimidad y darlas a conocer o no, además de ser un dato menor, depende únicamente de nuestra necesidad de expresar que gracias a estos arrebatos poco gratos una crece, aprende y descubre, sobre todo, grandes verdades que quizá se hubieran perdido en la vaguedad de lo esperado, si no fuera justamente porque antes de que ocurran una ya las había dado por perdidas y las había sufrido por esta misma condición.
Todo este prólogo se dirige a una fecha precisa y a un acontecimiento que para quien lo relata es único y memorable. Quizá sea incluso uno de los que atesore para siempre. De esos que una reserva para relatarlo a sus nietos, entre las grandes experiencias de su vida.
Sucedió durante los actos conmemorativos del Día de la Bandera en Rosario, al que asistimos para compartir la celebración con nuestra Presidenta, con la secreta esperanza de verla, de decirle algo importante, de tenerla cerca, de traernos una foto con alguien tan especial, alguien a quien queremos aún dentro de este conocimiento-desconocimiento que da su posición de Presidenta y nuestro más absoluto anonimato.
Lo cierto es que llegamos y nos enteramos que al primer acto, al de inauguración en el muelle, no se podía entrar. Sólo accedía la prensa y algunos funcionarios invitados. El resto quedamos afuera, detrás de un altísimo alambrado custodiado por policías. De a poco vi llegar a periodistas y de los otros, esos que llevan el cartelito al cuello y una cámara, pero que más de uno conocemos que son lo que son.
Durante la espera y con la ñata contra el alambrado, recibí algunos mensajitos de texto de los compañeros que habían quedado en Venado que me contaban que la prensa -esos mismos que estaban adentro, que la iban a saludar, que ocupaban ese espacio físico de cercanía que yo tanto deseaba- estaban defenestrando a nuestra Presidenta. Las críticas como siempre eran de la bajeza típica a la que nos tienen acostumbrados: que si llegaba o no a horario, que si el helicóptero bajaba acá o allá, que si traía o no sombrerito, etc.
Con todo ese panorama: alambrado, prensa hipócrita, amontonamiento, y cientos de metros hasta el lugar donde se haría el corte de cintas; fue que tuve lo que suelo llamar "esos momentos en que mi lado oscuro emerge". Y no pude evitar pensar "¿por qué mierda tengo que estar yo acá? Mientras todos esos hijos de puta que la critican van a caminar al lado de ella. Yo que pongo la cara entre los garcas de mi pueblo para defenderla. Yo que milito en medio de la gorilada más grande. Yo... yo... yo..."
Una cuando entra en esos pensamientos egocéntricos y egoístas no se priva de nada. Y ese día no fue una excepción.
Ahí estaba, yo con mi decepción a cuesta, con mi pobre pensamiento de ombligo del mundo a flor de piel; cuando llegó Ella. Todo se convirtió en gritos, algarabía, cánticos. De lejos se la podía ver, hermosa como siempre, pero lejana... muy lejana.
Fueron apenas unos minutos cuando de pronto la vimos dirigirse hacia ese horrible alambrado, caminó por una especie de vereda de piedras, tal como había marcado la custodia momentos previos a su llegada. Y saludó a los compañeros que habían logrado alcanzar esa ubicación de privilegio. Ya nos habían advertido que seguramente regresaría por la misma pasarela porque el resto del terreno era de césped, incluso había algunas canaletas, por lo tanto no era seguro.
Pero todo ese protocolo desapareció cuando terminó de saludar a los que estaban justo al final de la pasarela y comenzó a caminar rodeando toda la alambrada, pisando pasto, canaletas, cemento... lo que sea. Y se dirigió hacia nosotros con las manos extendidas. Unos metros antes de que llegara a mí le tomé la foto que ilustra este post, después dejé la cámara y me dispuse a saludarla, a decirle algo trascendente, a aprovechar mi momento junto a la mujer que más admiro.
Llegó, la tuve de frente, agarré sus manos y ella las mías, la miré a los ojos... y todo lo que antes había en mi mente desapareció, solo atiné a balbucear algunas palabras de apoyo y cariño; en lo que me parecieron larguísimos minutos quedé prendida de su mano, emocionada como una nena, frente a una Presidenta que me apretaba la mano con fuerza y me miraba con unos enormes y hermosos ojos llenos de lágrimas.
Eso fue, sus ojos llenos de lágrimas, lo que me hizo comprender frente a quién estaba. Esa mujer, a la que muchos odian y yo quiero tanto. Esa mujer que además de belleza tiene una inteligencia y un carácter que la transforman en un ser especial. Esa mujer que gobierna mi país. Esa es una militante.
Esa mujer que no dudó en caminar por donde sea con tal de saludar a cada uno de los que la esperábamos. Esa que además de apretar las manos extendidas lo hacía con palabras de agradecimiento. Esa que caminaba entre los cientos de ojos húmedos también tenía sus ojos llenos de lágrimas.
Esa mujer, esa militante, esos ojos con lágrimas, esa emoción; todo eso fue lo que me enseñó la más grande lección que mi Presidenta me ha dado en años, aunque quizás ella ni lo advirtió.
Ese día yo entendí que todo lo que allí estaba sucediendo era justamente porque Ella también un día estuvo detrás de un alambrado.
Y eso no tiene precio, esa es la raíz más profunda, fuerte y sólida que tiene esta mujer. Sí, esta que muchos desprecian y que tantos otros amamos.
Esta mujer a la que la historia algún día reivindicará como corresponde, porque será el tiempo quien nos enseñe a los argentinos lo que tuvimos y no supimos ver. Esta mujer que es mucho más de lo que algunos merecen tener como Presidenta.
Ella es una de las nuestras. Por eso nos conoce y se emociona, y no nos esconde esa mirada cómplice de militante; esa mirada que nos une para siempre.
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