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jueves, 25 de noviembre de 2010

Néstor Kirchner, la militancia y el amor de los jóvenes


No es posible quedarse a contemplar el ombligo de ayer y no ver el cordón umbilical que aparece a medida que todos los días nace una nueva Argentina a través de los jóvenes.
Arturo Jauretche



 Con la desaparición física del ex Presidente Néstor Kirchner, se sucedieron una cantidad de hechos que despertaron preguntas en el común de la gente, y sobre todo -aunque lo encubran- en la oposición.

La pregunta que más impacto ha tenido en la calle y en todos los medios –tanto tradicionales como alternativos- es: ¿cómo hizo Néstor Kirchner para enamorar a los jóvenes de esa manera?, ante las inocultables imágenes de dolor manifestadas a lo largo de los tres días que duró la despedida de un Pueblo que sintió, con incontenible tristeza, su pérdida. 

La respuesta es simple, aunque se construyan extensas elucubraciones oscurantistas para responderla, eludiendo poner en palabras desnudas lo que las imágenes expresaban a los gritos: “los jóvenes amaban a Kirchner porque les devolvió la alegría de la militancia.”

Ser militantes es mucho más que salir a bancar los trapos en una marcha. Ser militante es una verdadera reivindicación de la naturaleza luchadora de todo ser humano, de sus derechos y de su historia. Es reencontrarse “en” y “con” el otro para compartir sueños y caminar tras ellos. Es movimiento y, por sobre todas las cosas -a riesgo de sonar cursi- ser militante es una decisión entrañablemente ligada al amor.

Y eso, justamente, es lo que nuestros jóvenes esperaron por años. 

Hartos de la munición mediática que los encasillaba como vagos, inútiles, indiferentes, rebeldes, descerebrados, quilomberos, drogadictos y tantos otros adjetivos de parecido tenor; en 2003 los jóvenes se encontraron ante un Presidente que no había perdido ese ardor juvenil tan necesario para ennoblecer utopías viables, con triunfos ganados a pura alegría, con metas alcanzadas sometiendo con amor al odio más enraizado en nuestra sociedad. Ese era Néstor Kirchner. El Presidente que hizo campechanos malabares con el Bastón de Mando en su asunción. El que colmó el Salón Blanco de la Rosada con rockeros. El que hablaba de saldar viejas deudas y de salir a luchar por los sueños robados. Ese mismo que se hundía entre los abrazos de un pueblo que lo quería, estrellando con torpeza su frente contra las cámaras. El que sangraba con sonrisas. El que eludía el protocolo oficial. El que se dejaba despeinar por el amor del pueblo y por el viento. El que lucía enorme y desgarbado. El que gastaba bromas inocentes. El que regalaba frases demoledoras a sus detractores. El que se abrazaba a su mujer a la vista de todos, y le decía cuánto la amaba. Ese fue el Presidente que conquistó a miles y miles de jóvenes.

Por eso durante tantas horas las imágenes desde la Plaza de Mayo fueron un eco de sí mismas, un desfile de postales idénticas con distintos rostros que dejaban correr las mismas lágrimas, los mismos cánticos, las mismas palabras de dolor repetidas en caritas llenas de futuro que ni la tristeza pudo apagar. Y aquel último día del adiós, también los militantes, esos que recuperaron la dignidad de esta palabra robada por los sanguinarios de turno, corrieron para despedirlo en su viaje final.

Eso, y mucho más, es ser militante. Y mal que les pese a tantos, a eso sólo pudo encenderlo el fuego de alguien que lo había vivenciado mucho antes que todos nosotros. 

Tal vez ahora se comprenda cómo hizo Néstor Kirchner para enamorar a tantos jóvenes. Tal vez ahora vean que él fue el militante que todos ellos querían ser, porque les mostró que se podía, que no era una mala palabra y que ellos eran los herederos naturales de su paradigma para salir a luchar por las utopías realizables. Lo hizo con su ejemplo. Nada más. Nada menos. 

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